30 enero, 2011

LA CASA DE LAS FIERAS


Tenía por costumbre acudir al zoológico cuando estaba nervioso.

En esos momentos en los que deseaba pasear de un modo solitario y despreocupado.

No lo decía a nadie.

Tomaba su vehículo, conducía despacio y adquiría una entrada.

Recordaba, perfectamente, el año en el que los billetes cambiaron el encabezamiento de "casa de las fieras" por "zoológico".

Ya nada volvió a ser igual y, sin embargo, necesitaba confesarse entre las calles que culminaban en las jaulas de los animales.

Por supuesto, con el paso del tiempo, había perdido el miedo a que los leones pudieran escapar de entre los barrotes.

Incluso les miraba con cierta pesadumbre, como si, muy en el fondo, entendiese que el cautiverio no siempre es la peor de las soluciones.

Perder la libertad, visto desde una perspectiva adulta, no mezcla, necesariamente, con amargura y dolor.

Llegó hasta el pequeño habitáculo del viejo chimpancé.

Los niños ya no se sentían atraídos.

Pero, para él, era la atracción favorita.

Quizá porque le hubiera visto crecer o porque formaba parte de una estampa antigua y conocida.

Le miró con parsimonia.

Habló bajo y quedo.

El animal se acercó, intuyendo que le podrían dar algo de comida.

El hombre sacó un saquito de cacahuetes, lo abrió y los puso en su mano.

El chimpancé los atrapó con educación.

La mente del hombre era la antesala del episodio final.

Dio media vuelta, miró el billete y lo guardó en su cartera.

Se despidió con un gesto del taquillero.

Encendió un cigarrillo.

Y avanzó hacia el río.

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