24 enero, 2011

LAS PASTILLAS


En el interior del frigorífico hay dos latas abiertas de conservas en estado de putrefacción.

El olor es pestilente.

En el congelador, una botella de champagne espera a ser abierta, junto a una bolsa de hielo rasgada por su mitad.

Encima de la mesa baja del salón, aún perduran los retazos de papel metálico.

Una revista se halla abierta por las páginas de un reportaje adornado con grandes fotografías de lugares lejanos.

En el suelo, ropa interior de mujer manchada de sangre.

Las cortinas fueron blancas en algún momento no definible del pasado.

El sol quiere adentrarse en el escenario del horror.

Las nubes se olvidaron de visitar la mañana de este invierno batallador.

La luz de aviso del teléfono móvil parpadea desaforadamente. El aparato golpea la madera de la mesilla de noche.

Nadie atiende.

Los fragmentos de porcelana del jarrón reposan en silencio.

El cristal de la última fotografía (Berlín. 2008) resiste, a duras penas y sin quebrarse, la presión ejercida por el agujero provocado por la aguja de la jeringuilla.

Los vecinos avisaron varias veces a la policía.

La hoja de la maquinilla de afeitar desechable no supo responder a las preguntas que le formularon a presencia judicial.

Desde aquella noche, para conciliar el sueño, los hombres de aquella ciudad tuvieron que ingerir cantidades monumentales de Somnatrol.

Décadas después, un periodista reconstruyó parte de los hechos, noveló otros, y su ficción obtuvo un premio que le hizo abigarrarse entre columnas de periódicos e infames tertulias.

Los nuevos inquilinos del hogar desconocían que, bajo aquel parquet recién estrenado, se escondía una historia que les acompañaría para siempre.

Sonreían, cerraban ese libro premiado cuya lectura tanto les había sido recomendada, y se deseaban buenas noches, dispuestos a dormir tras la ingesta de esas pequeñas pastillas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario