25 enero, 2011

EL AJEDRECISTA


El ajedrecista pasea solo por las calles nevadas.

No siente frío.

Sus huesos se han acostumbrado a los golpes de las gélidas temperaturas.

Maquina una nueva apertura.

Su primera partida en el torneo será de mero trámite pero, y esto solo él lo sabe, será la última.

Jamás entendió el ajedrez como una batalla frente al contrario.

Desde su punto de vista el tablero era la sala de tortura interior que escenificaba los fantasmas interiores, las debilidades intrínsecas del ser, su constante pelea por avanzar en el sendero de la mediocridad.

Un joven corre junto a su perro, dejando las huellas en la superficie blanca que cede ante la embestida de sus pisadas.

El ajedrecista ya no recuerda la última ocasión en la que cerró los ojos junto a un cuerpo de mujer.

Ha aprendido a restañar sus heridas con posiciones de defensa, con movimientos de enroque, con gallardía y valentía impostada.

Ahora se deja llevar por entre las congeladas avenidas de una ciudad que se le antojó, de un modo u otro, mujer.

El ajedrecista ha decidido consumirse en vida.

Abrir juego como si estuviese abriendo fuego.

El ajedrecista pasea solo por las calles nevadas.

Su próxima partida será la última.

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