No existía ningún tipo de razón humana que permitiera sostener la presencia de esa inquietud.
Y, no obstante, allí se encontraba.
Acabó su libro, degustando con una lectura más que pausada y detenida las últimas líneas, y sostuvo la reflexión definitiva durante apenas tres minutos.
La ciudad, su ciudad, enmudecía en la madrugada, entre la luz anaranjada de las farolas parpadeantes y el batir de las olas del mar que anunciaba su llegada a la orilla.
Dejó que las páginas avanzaran, lentamente, entre sus dedos, y aferró la única hoja manuscrita.
El trazo era viril, conciso y directo.
La firma, una evocación, y la fecha, no tan pasada como para conseguir difuminarla en la nebulosa de la memoria.
¿Dónde está el sueño cuando lo necesitamos? -se preguntó.
Arrancó la dedicatoria, arrugó el papel y lo lanzó hacia una esquina de la habitación.
Recordó otras noches.
De algún modo, intuyó que, posiblemente, el juego hubiese acabado definitivamente... aunque nunca, nadie, se hubiera atrevido a apostar por ello.
Se arrebujó entre las sábanas, bajó el elástico de sus pantalones y perdió los dedos de su mano derecha entre las profundidades del sexo.
Lentamente.
Sintió un calor reconfortante.
Y se descubrió en un estadio lejano y ajeno al recuerdo.
Al acabar, en un acto reflejo, se llevó los dedos a su boca, saboreándolos.
Y solo entonces lo entendió todo.
Y lloró.
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