26 agosto, 2009

PROFANACIÓN


El enterrador se encontraba francamente sorprendido.

El frío cortaba y el viento aumentaba la sensación térmica.

- Agente, es la primera vez que ocurre algo así en este cementerio. Al menos desde que yo estoy al cargo del mismo.

El policía caminaba entre las diferentes calles del cementerio, buscando perspectivas distintas del nicho profanado.

- Quizá buscasen alguna reliquia, o se tratara de algunos de esos aficionados desalmados y locos... Ya sabe, de ésos que no se inquietan en sortear la ley para lograr sus objetivos...

El agente César, se cansaba de repetir que era apellido y no nombre, estaba hastiado de la perorata del camposantero.

- Se lo agradezco. Volveré por aquí.

- Para lo que necesite. Usted sabe que los hombres de bien, para la defensa de la autoridad, siempre están dispuestos. Como decía mi padre, ojo avizor y presentes... Con Dios.

El policía apenas señaló con su dedo índice el ala de su gorra en señal de despedida.

En su bloc de notas, además de la ausencia de huellas o daños materiales de relevancia, se hallaba un croquis de la disposición de la pintada que cubría el lugar que ocupaba el epitafio en la lapida:

"Esta Victoria es mía".


En la taberna del pueblo, Marcelo había agotado la paciencia del camarero.

- Whisky.

- Marcelo, joder, no puede ser más...

- Whisky - repitió golpeando la copa en el mármol de la barra.

El camarero dispuso apenas dos dedos de licor.

Marcelo lo bebió de un solo trago.

El local estaba desértico, con servilletas arrugadas y cabezas de langostinos en el suelo, la televisión y la radio apagadas, las sillas colocadas encimas de las mesas a la espera de la marcha del último cliente.

- Marcelo, voy a cerrar.

- La última.

- Marcelo...

- Joder... la última.

El camarero volvió a servir una imperceptible cantidad de whisky.

El movimiento fue rápido.

Un par de billetes arrugados encima de la barra.

- Con Dios.

Y el ruido de una verja metálica que quiebra el silencio de la noche.


El hombre, con torpeza, lanzó el ramo de flores por encima de la tapia.

El cubo de pintura, roja, pesaba muchísimo.

Valoró la posibilidad de lanzarlo, como había hecho con las flores, pero el temor de causar un escándalo le hizo desestimar su idea.

Afanándose, y en un más que precario equilibrio, logró franquear la altura del tejado del cementerio.

Recogió el ramo, recolocó las flores y, tambaleándose, enfiló el pasillo central.

Se detuvo y depositó las orquídeas en la tumba de Victoria.

Entre dientes, un Padrenuestro recitado a gran velocidad (como el de los miércoles de mayo en la escuela).

Tras ello, se escucharon crujidos en la madrugada y el casi silente correr de la pintura sobre el mármol.

Un sonido similar al que ha de provocar el reguero de sangre que brota de un corazón abierto tras una inhumana sucesión de celosas puñaladas.

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