14 agosto, 2009

CEGUERA



La historia de amor contenía todos los elementos para convertirse en un serial de sobremesa o en una obra de la no siempre considerada Corín Tellado.


Ella, joven hija única de un terrateniente influyente y acaudalado hombre de negocios. No excesivamente agraciada, ni en lo físico, ni en lo intelectual.


Él, apuesto y fornido guardador de parte de los terrenos del patrón. Callado, hombre de confianza en la casa y con un aspecto más que cumplidor con los férreos principios de las primeras décadas del siglo pasado.


Aunque el matrimonio no estaba bien visto por ninguna de las familias, los miedos conocen tanto las alturas como los suelos, el mismo se contrajo en una fastuosa celebración que duró varios días con sus interminables noches. En la escena del lujo y el dispendio no hubo lugar para reserva alguna.


Y los recién bendecidos amantes disfrutaron de una más que corta historia de amor.


Pronto empezaron las disputas y los abandonos.


El lecho conyugal rara vez era visitado por él, que personificó su nueva posición social en multitud de dispendios residenciados en lupanares, cacerías y otras holganzas igual de mundanas.


Ni siquiera los hijos anidaron en el vientre de ella y una tremenda e irremediable tristeza anidó en su corazón. En la soledad de las frías noches de invierno, su sombra se apostaba al balcón esperando la llegada de su marido. Un retorno que jamás se anticipaba.


Y fuera la pena o el deseo de evitar el sufrimiento, la ceguera le regaló una oscuridad que nubló recuerdos y enturbió situaciones.


Las palabras de hijos ilegítimos retumbaban en una casa que ella jamás sintió como propia y las caricias perdidas no encontraban su cuerpo por más que pudiera buscarlas o reclamarlas.


Así fue hasta el día en el que, tras una larguísima convalecencia, la negra dama la arrancó sin piedad en la única noche de su vida en la que él le acomodó la almohada bajo la cabeza.


Con su pérdida, y como si la enfermedad hubiese sido transmitido (aunque mutada), él comenzó a perder el habla (nadie supo si voluntaria o forzosamente).


Se aisló en el pajar de la casa de campo y se afanaba en la limpieza, compulsiva, de los cañones de sus escopetas de caza.


Ese ritual se repetía noche tras noche, mientras las mañanas se dejaban, repetitivas, anodinas, en la plaza del pueblo, recostado en las columnas del mismo edificio, con la mirada perdida. Mudo.


La maldad, esa traicionera compañera, le regaló una larga vida de arrepentimiento y reflexión. Posiblemente por ausencia de los arrestos necesarios para culminar con un bello suicidio que, al menos, hubiese abonado los costes y daños causados a la única mujer por la que, sin estar enamorado, perdió el corazón.


Fue la madrugada de su noventa cumpleaños. Justo cuando iba a encaminarse a limpiar los inmaculados cañones, notó un repentino, pero firme, pinchazo en el pecho.


Y apenas pudo avisar al servicio.


Quizá ni ese momento hubiese roto su silencio sepulcral.


Lo encontraron tumbado, con una sonrisa.


El médico certificó su deceso y, sorprendido (desconocía los avatares anteriores), consignó en su informe que el finado había muerto ciego.

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