13 septiembre, 2009

MIEDO (TEMBLOR)


"Cuando hay que tener miedo es cuando no hay motivo para tenerlo". Don DeLillo. El hombre del salto.


Quieren hacernos creer que, ocho años antes, nada hubiera pasado.

Y, si estima en algo su quietud, no lea los periódicos de ayer si aún no repasó las ediciones de anteayer de esos mismos rotativos.

Pero el miedo continúa campando, a sus más cómodas anchas, por las autopistas de un territorio que, algunos, pretendieron llamar normalidad.

Ciertas noches, justo antes de introducirse en la cama, R. orina en el mismo arbusto de su descuidado jardín, oteando el horizonte, y, pausado, se agacha para cerciorarse que ningún monstruo habita debajo de su lecho. Es una costumbre adquirida en su niñez y que no ha logrado ser erradicada ni por la paz de un aburrido matrimonio que se prolonga, sin amor, por más de veinticinco inviernos.

Mis viejos vecinos afirman, sin ápice alguno de temblor, que, tras la explosión nuclear, las mismas cucarachas que se empeñan en perseguir por el suelo de su cocina caminarán... supervivientes.

M. perfila su figura ante el espejo. Éste devuelve una imagen que se le antoja extremadamente ajada para continuar concitando el favor de su público. Y ni las ovaciones, percibidas de un modo muy mitigado por la distancia en el camerino, resultan tan reparadoras como antaño.

Cuando el tic-tac del reloj se detenga, tan solo podrán escuchar, con desesperación inusitada, la respiración de un fantasma que, irremediablemente, no será el propio.

A. mantiene una inexplicable fobia a la visualización de fósforos utilizados. Nadie entendería que es el mismo hombre que atenazó sus nervios ante la bala que pretendía segarle la vida y que, por obra de una fortuna mayúscula, acabó rebotando en su medalla. Y, ahora, mientras camina por la línea que divide el precipio de la corrección, titubea cuando alguien le pregunta por la llamativa abolladura de la presea.

El capitán escuchó resignado el impacto de la ballena en su catamarán... Resuelto y protocolario, firmó un testamento que ningún hombre pudo arrebatar al mar. Fueron las olas las que descubrieron que las últimas voluntades no contenían más que una firma ilegible.

El temblor de F. debió delatar su presencia en el andén... Cuatro minutos después, llegaron las explosiones... y el fin del mundo.

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