05 septiembre, 2009

HISTORIA DE UN SUPERVIVIENTE


Las malas lenguas decían de Johny que, en sus interminables viajes, portaba, siempre y como único equipaje, la funda de una guitarra que escondía un subfusil Thompson y varios cargadores Parabellum de nueve milímetros, que constituyeron la herencia exclusiva de un padre que se marchó antes de tiempo a buscar la calma bajo tierra.
También contaban que una noche, en Queens, Johny había agotado las reservas de whisky de los locales que rodean el Estadio Shea de los Mets, antes de derrumbarse en la bicicleta de un vendedor de helados que descansaba, atada por una cadena, a una farola fundida.

Pero eran rumores.
Otras voces situaban al bueno de Johny tras las teclas del piano de un antediluviano vodevil, acompañado de una multitud de artistas y tramoyistas a los que daba la espalda nada más terminar la función, para encaminarse a su recóndito y apartado refugio en la grandiosa roulotte que les llevaba por los más tremendistas lugares del Mundo.
Las palabras de un párroco del pequeño pueblo francés de Gironde, en la región de Aquitania. Según el cura, Johny no se separaba de un devocionario ajado cuyas cubiertas estaban recubiertas por las tapas de un periódico en el que se referenciaba el desplome de las Torres Gemelas un once de septiembre que, sospechosamente, no era el del año 2001.
Pero las palabras estaban, también, equivocadas.

La última fotografía de Johny se había tomado en una estación de autobuses. Se encontraba tumbado en uno de sus sillones que reflejan el olvido y el paso del tiempo, con el pelo alborotado, la funda de la guitarra a los pies, páginas del periódico tiradas en el suelo y leyendo un libro de Pessoa que se le antojaba, francamente, maravilloso.

Sin embargo, el fotógrafo que captó aquella instantánea no recordaba el nombre del joven que le sirvió de modelo y aseveraba que sus modales eran poco menos que de varios siglos pasados.

Y, sin embargo, Johny no apareció en aquel aquelarre, aunque las noticias del día le refieran como el principal artífice de la tragedia.

Solo Johny había besado los labios del amor y la belleza y, entre las cortinas de un sorprendente viento veraniego, se vio obligado a retornar, con la música de Bob Dylan, al lecho que consideraba impropio. Rezó una plegaria descolgada y se masturbó con violencia.

Y nadie estuvo allí para contarlo.

Porque la verdad se escribe con letras que, únicamente los insensatos, se muestran capaces de escribir.

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