20 septiembre, 2009

FIEBRE


El tacto suave de la seda en la piel amada.

El recorrido de los dedos por la delicada elipse que forman tus hombros.

Y el nudo, oriental, que desato sin confianza (pero con delicadeza), cae en voluptuosas tiras, acariciando tu espalda desnuda.

Desconozco si el proceso (o cuadro) febril deriva de la inoculación de sustancias o de la explosión de sensaciones...

Y los relojes de la estancia parecen detenidos, perplejos.

Reducidas las distancias, el contacto de tu espalda en mi pecho desencadena un torrente de golpeos rítmicos que la Medicina, excesivamente pulcra y alejada de la Poesía, quiso denominar contracciones auriculares y ventriculares.

Y, en el fragor de una batalla para la que las noches se presentan demasiado cortas y la luz del día terriblemente reveladora, los suspiros continúan señalando el final de un camino que, como ya hubiese escrito Faulkner, no es una salida.

Aprieto mis párpados y naufrago en una oscuridad creada que me permite sostener la fragancia y el hálito mágico de esos besos que salpican la victoria de la rebeldía frente a la corrección.

Me resisto a creer que fue el viento de las montañas el que, con su ulular, despertó las corrientes otoñales y tradujo en llanto los recovecos de esos parques que acogieron las aventuras.

Puede que el reloj de pulsera pretenda engañarme y mentir sobre los segundos en los que la maravilla se persona y traza estelas de sonrisas e irresistible encanto.

Quizá, sí, fuera que el mecanismo adelantó su caminar y convirtió los segundos en horas y los días en vidas.

O puede que fuera esta repentina fiebre que el mercurio del termómetro es incapaz de marcar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario