21 junio, 2010

LA LUNÁTICA


Ella era lunática mucho antes de que la gente lo advirtiera.

Incluso, varios años antes de que los primeros rumores de que caminaba por los tejados, en las noches de luna llena, llenaran las tertulias de los cafés.

Quizá, aunque ese extremo nunca pudo ser confirmado, las palabras comenzaron su errático camino la madrugada en la que apareció, sonámbula, portando un cuchillo y con el camisón hecho un cúmulo completamente infame de jirones.

Desde aquel día, la encerraron en una de las habitaciones abuhardilladas y, en el silencio de la madrugada, los más avezados decían escuchar el fino sonido de unas uñas arañando la madera de las puertas que la recluían de la libertad.

Así, hasta que, cierta medianoche, un cuervo se estrelló contra los cristales de sus ventanas y la mujer escapó, de un brinco acrobático, de su cruel estancia fortificada.

La encontraron, con las piernas colgando, sentada en el filo, mirando hacia el vacío.

Con el vacío en sus ojos... y una calma que aterraba a los hombres más pausados.

Nadie osó molestarla.

De este modo, día tras día, noche tras noche, lluvia y sol, nieve y viento, la lunática permanecía en las alturas, cambiando de guarida pero siempre a la intemperie.

Una mañana, el hombre que se ocupaba de apagar las farolas, sorprendido, comprobó que, en ninguno de los tejados del pueblo, se hallaba la loca.

Y dio parte a las autoridades.

Pasaron las jornadas, se dictaron edictos, se organizaron búsquedas y retenes... pero todo fue en vano.

Tres meses más tarde, un viajero se hospedó en la única posada del pueblo.

Pidió una habitación con ventanas y mucha luz.

Durante la noche, asustado, escuchó como un crujido de cristales y un revoloteo asustado.

El hombre acudió a la recepción.

Musitó un nombre de mujer, mientras sostenía una mirada vacía del más profundo vacío.

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