06 junio, 2010

SUCESIÓN DE CATÁSTROFES


El encargo parecía sencillo de acometer.

Trasladar el féretro desde el cuartel en el que había acontecido el fatídico accidente (desafortunado, según las palabras del Informe de investigación oficial) hasta la localidad natal del recluta.

M., italiano enrolado en el ejército de modo tardío, tras haber fracasado (con estrépito y rotundidad) en sus aspiraciones universitarias, se ofreció a su Coronel para conducir el vehículo, coincidiendo con el carácter de paisano del finado.

El Coronel accedió.

M., estaba satisfecho.

Era una oportunidad inmejorable para poder visitar a su familia y amigos, obteniendo un permiso que, de otro modo, no le hubiese sido concedido.

M., además, tenía planes.

Según le habían indicado, todos los documentos necesarios, en caso de inspección durante el trayecto, se hallaban en la guantera del coche (una berlina oscura, de cristales traseros tintados y que, por motivos de seguridad, llevaría las cortinas cerradas, impidiendo que se pudiera ver la caja mortuoria).

La distancia entre el cuartel y su localidad era de unos cuatrocientos cincuenta kilómetros, lo que obligaba a realizar, al menos, una parada para descansar.

"No tengo más que decirle, muchacho. Hoy es usted el hombre que representa los valores del Ejército. Haga su trabajo por la Patria... y transmita nuestras más sinceras y apesadumbradas condolencias a los familiares" -dijo el Coronel, mientras se cuadraba y un ruido hueco salía de los tacones de sus botas.

M., salió despacio.

Acongojado y triste, por saber la identidad de su especial compañero de viaje; feliz e inquieto, conocedor de las aventuras que se avecinaban.

Eran las nueve de la noche.

El entierro estaba previsto para las once de la mañana del día siguiente.

Los periódicos, en aquella semana, reflejaban tres imágenes recurrentes.

El velatorio, vacío y expectante, de un cadáver que no aparecía.

Las explicaciones, asépticas y confusas, dadas por un Coronel en rueda de prensa sin preguntas.

Las lágrimas, desconsoladas, de una mujer que, cruzada de piernas, atisbaba el cruce de carreteras que daba entrada al pueblo.

En la retina de M., sin embargo, quedó otra imagen bien distinta.

Era la de un vehículo con cortinas corridas que resultaba iluminado, por luces de neón, mientras el picor de algo aspirado de la piel desnuda del bajo vientre de una mujer, se colaba por su nariz.

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