10 mayo, 2010

LA ERMITA


Le miré fijamente.

Su rostro transmitía intranquilidad.

Miedo.

O, al menos, esa inquietud de los espíritus errantes que entienden que, todavía, existe crédito suficiente para la apuesta por el devenir.

Su equipaje era pequeño y la mochila estaba sucia, muy castigada por lo que aventuraba un existir que comulgaba poco con el reposo y el sedentarismo.

Rara vez sostenía mi mirada.

Parecía no tener prisa, pero entre susurros hablaba de visitar ciudades como Roma, Pekín, Buenos Aires, Lima y Lisboa.

También se antojaba, entre sus reflexiones, la rememoración de episodios en lugares muy lejanos.

Vividos entre el pesado humo que puebla las estancias más angostas y oscuras.

Espacios poco recomendables para hombres que sienten miedo del brillo de las hojas afiladas de las navajas o del plateado color de los cañones de los revólveres.

Lo observé durante largo tiempo.

Intenté romper mi silencio y preguntarle, tan solo, qué sería lo siguiente.

Entonces me dedicó su gesto, compuesto por una mirada acuosa y perdida y un rictus acostumbrado a encajar los sinsabores de la vida.

Balbució.

"Muchacho...".

Presté atención, sin interrumpirle.

"Muchacho... -repitió. He visto la celebración de un enlace en el que los invitados amartillaban sus pistolas y el sacerdote había olvidado el texto de las Sagradas Escrituras...".

Su visión provocó en mi cierto ataque de risa que contuve a duras penas.

El hombre continuó su perorata, imperturbable.

"Muchacho... se estaba oficiando un funeral... y el ataúd, para sorpresa de todos, estaba vacío. El muerto había desaparecido... se había esfumado".

Estuve a punto de interrumpir su discurso pero, de repente, muy alterado, pronunció las siguientes palabras:

"Muchacho... todos estaban muertos. Cargaban sus armas en manos pálidas y huesudas y apuntaban, con sus armas, mirando por las cuencas vacías de sus ojos".

Se levantó y, rápidamente, empezó a correr.

"He visto esa ermita, muchacho... y quiero reposar allí".

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