El cadáver apareció en la bañera sin previo aviso.
Reconozco que la primera impresión fue de pánico.
Atroz.
Quizá si el grito se ahogó en mi garganta fue, única y exclusivamente, porque la razón aguantó el predicado de la visión.
Era de madrugada.
Concretamente la sexta vez en la que me despertaba durante esa noche.
Nada nuevo... pero igual de insano e insufrible.
El cuerpo me sonreía con una mueca huesuda y destartalada.
En el piso de la bañera, reposaban un anillo, solitario con diamante engastado, y una alianza.
La cogí con cuidado y descubrí que su interior no se hallaba grabado.
Opté por mantener esta suerte de repentina convivencia y me marché a la cama.
Todo transcurría cordial hasta que resulté empujado por una fuerza indescriptible (y seca) al suelo.
Encendí la luz y su sonrisa se arrebujaba entre mis sábanas.
Su imagen era plácida.
Reparé, pensando cómo no lo había hecho con anterioridad, en que la presencia mantenía vigoroso y luminoso (intacto, provocador) todo su cuero cabelludo.
Una larga y rizada melena algo más clara que azabache.
Retiré un cojín y me marché hacia el sofá del salón, pretendiendo encontrar una paz que parecía que se iba a alterar de forma más que continuada.
Unos veinte minutos más tarde, había logrado conciliar el sueño, cuando, como un fogonazo, la televisión comenzó a emitir (en un chorro de luz desmedido) una película inspirada en la novela Bajo el volcán.
El cadáver se cruzó de piernas y sonrió (si es que alguna vez había dejado de sostener ese imperturbable rictus).
Caminé hasta la cocina, descorché una botella de vino y preparé dos copas que dejé en la mesa baja que casi golpeaba mi repentino compañero.
No prestó atención a la bebida.
Pasadas unas cuantas horas, el despertador sonó en la habitación.
Corrí a apagarlo y me dirigí a la ducha.
El cadáver continuaba allí.
El calendario refería un rutinario dos de noviembre en el Distrito Federal.
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