12 mayo, 2010

EL CADÁVER


El cadáver apareció en la bañera sin previo aviso.

Reconozco que la primera impresión fue de pánico.

Atroz.

Quizá si el grito se ahogó en mi garganta fue, única y exclusivamente, porque la razón aguantó el predicado de la visión.

Era de madrugada.

Concretamente la sexta vez en la que me despertaba durante esa noche.

Nada nuevo... pero igual de insano e insufrible.

El cuerpo me sonreía con una mueca huesuda y destartalada.

En el piso de la bañera, reposaban un anillo, solitario con diamante engastado, y una alianza.

La cogí con cuidado y descubrí que su interior no se hallaba grabado.

Opté por mantener esta suerte de repentina convivencia y me marché a la cama.

Todo transcurría cordial hasta que resulté empujado por una fuerza indescriptible (y seca) al suelo.

Encendí la luz y su sonrisa se arrebujaba entre mis sábanas.

Su imagen era plácida.

Reparé, pensando cómo no lo había hecho con anterioridad, en que la presencia mantenía vigoroso y luminoso (intacto, provocador) todo su cuero cabelludo.

Una larga y rizada melena algo más clara que azabache.

Retiré un cojín y me marché hacia el sofá del salón, pretendiendo encontrar una paz que parecía que se iba a alterar de forma más que continuada.

Unos veinte minutos más tarde, había logrado conciliar el sueño, cuando, como un fogonazo, la televisión comenzó a emitir (en un chorro de luz desmedido) una película inspirada en la novela Bajo el volcán.

El cadáver se cruzó de piernas y sonrió (si es que alguna vez había dejado de sostener ese imperturbable rictus).

Caminé hasta la cocina, descorché una botella de vino y preparé dos copas que dejé en la mesa baja que casi golpeaba mi repentino compañero.

No prestó atención a la bebida.

Pasadas unas cuantas horas, el despertador sonó en la habitación.

Corrí a apagarlo y me dirigí a la ducha.

El cadáver continuaba allí.

El calendario refería un rutinario dos de noviembre en el Distrito Federal.

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