04 febrero, 2011

EL CUMPLEAÑOS


No necesitaba consultar su agenda.

Por alguna más que dudosa virtud memorística, quizá aleatoria (parafraseando a Coupland: Pero no emplean su memoria para grandes empresas), cuando alguien le informaba de la fecha de su cumpleaños, ésta quedaba grabada a fuego en algún lugar privilegiado de sus resortes de recuerdo.

La anterior coyuntura le colocaba en un dilema de proporciones considerables.

El primero de naturaleza externa.

Un movimiento de su racionalidad le impulsaba a felicitar el cumpleaños a aquellas personas, incluso, con las que mantenía una relación muy ocasional.

Es decir, cuando su inefable agenda interior avisaba de la fecha de nacimiento de cualquier sujeto, conocido de la manera más o menos pintoresca, él ponía sus mejores esfuerzos para trasladarle su felicitación, fuera por el medio que fuese.

La segunda derivada del problema se antojaba mucho más ardua, puesto que le situaba en una pelea interior de dimensiones desconocidas.

Con el tiempo, su habilidad había sido conocida por su círculo de compañeros y amigos más cercanos que, cuando llegaba su día, recibían el cumplido con cierto resquemor; sin entender muy bien si respondía a un verdadero gesto de señalamiento o a un mero acto mecánico derivado de una virtud (sic) innata.

Él adoptaba una postura que, al menos, le reportaba tranquilidad interior (la única que aquietaba su honestidad). Redactaba mensajes muy elaborados para el colectivo menos apreciado y un simple "Felicidades", seguido del nombre, para los contados protagonistas de sus desvelos.

Esa mañana, se despertó y, mientras se duchaba, la alarma interior se activó, una vez más.

Tecleó el mensaje, escueto, y pulsó la tecla "enviar".

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