22 febrero, 2011

FUEGO EN LA BIBLIOTECA NACIONAL


Hubo fuego en los cristales de la Biblioteca Nacional.

Yo recordaba el aroma de tu foulard traído de Túnez en aquellas lujosas vacaciones de desayunos continentales en hoteles internacionales.

Las mañanas de Madrid son soleadas en este patético invierno en el que los carteles se resisten a anunciar la vuelta a los escenarios de nuestro rock star preferido.

Hace tiempo que recuerdo las visiones de una plaza de toros desde lo alto del monte preñado de frondosa vegetación.

Discuten, en un duelo de imágenes, sobre la estampa más bella de la ciudad que inciensa los pensamientos entre sonidos de pasos noctámbulos que, dubitativos, acceden a viejas posadas de personal antediluvianamente educado.

Hubo fuego en los cristales de la Biblioteca Nacional.

El incendio no fue sofocado y las quimeras fueron pasto de las llamas.

Los versos más cuidados se aquietaron a su suerte de fuego y exterminio.

No aguardo a que la suerte visite este rincón olvidado de la cosmopolita urbe que se ahoga en su siempre beodo orgullo.

Escucho viejas plegarias que recité ante figuras de cerámica que, según las voces más autorizadas, movían sus manos sorpresivamente.

Caminando entre los árboles del paseo central de la gran avenida, me cruzo con la misma mujer, una y otra vez.

Me mira, con tristeza, y acaricia el lóbulo de su oreja izquierda.

Mientras, el fuego crepita en los cristales de la Biblioteca Nacional.

Y no escuchan las sirenas del camión de bomberos.

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