14 julio, 2009

EL JARDINERO


Cada noche, cuando había apagado todas las luces de su habitación, acudía hasta su ventana y dirigía una mirada preocupada y sutil hacia el jardín.

Buscaba la imagen de su flor, reina de colorido en un lienzo de creatividad y tonalidad, comprobaba que ésta reposaba, disfrutaba de su belleza, extasiado, y rezaba una oración que alejara el influjo de todos los males y augurara los mejores presagios en su crecimiento y cuidado.

Cuando los primeros rayos de sol iluminaban la estancia, el jardinero se desperezaba y caminaba con presteza hasta su garita, en la que guardaba los utensilios perfectamente ordenados y limpios.

Siempre sus primeros y últimos cuidados eran para ella.

Atendía su perfil desde todos los ángulos posibles. Apuntaba sus movimientos, sus desviaciones, el color de todas sus hojas, apartaba las pequeñas motas que el viento arrastraba hasta su tallo y la regaba con el mimo y esmero que hubiese puesto en desnudar a su amada.

Después, con la satisfacción del trabajo bien hecho y la conciencia tranquila, se dedicaba, con más celeridad, al resto del vergel, sin que ninguna de las plantas atrajera en exceso su atención.

Y, justo antes de marcharse, volvía hacia la reina de sus inquietudes y desvelos, y con fineza y pulcritud, besaba sus labios delicadamente, hasta impregnarse de su aroma más profundo.

Fue una noche de tormenta y relámpagos, que prendían la habitación de lumínico resplandor, cuando la alteracíón quebró su sueño y le devolvió el ingrato reproche de su flor, que le recriminaba, con esa punzada de dolor y temor, su ocupación con el resto de la floresta.

Y, como el loco que escucha las voces del pasado, se adentró, desafiante, en la oscuridad y en la lluvia, para, desaforado, arrancar con sus propias manos los frutos de años y años de trabajo.

Expurgando como el huracán que, a su paso, arrasa casas y árboles, automóviles y quioscos de prensa.

El resultado, tras la inmensa y frenética poda, dejó huérfana a la flor.

El jardinero entregó su corazón ante ella y, como en el esplendor del resurgir, la planta desprendió uno de sus pétalos, el que aprisionaba parte de su estigma, y se entregó completa y verdadera, pura, al jardinero.

La tormenta amainó... y el hombre se olvidó del resto del mundo.

Y la riqueza de los colores dejó paso a la majestuosidad individual.

Sólo en ese instante, el jardinero comprendió la grandeza de su carácter lunático.

No hay comentarios:

Publicar un comentario