19 julio, 2009

ASCUAS DE BRASERO


El calor del brasero llega tímidamente a sus piernas, cobijadas en las faldas que cubren la mesa, la cual, evidentemente, no para de cojear.

La lámina enmarcada que cuelga de una de las paredes representa la visión de una calle repleta de ventanales. No por casualidad, en un lugar preferencial del borde izquierdo, se adivina el letrero de la misma.

Calle Acuerdo, puede leerse.

La ciudad, retratada a principios del siglo pasado, muestra una estampa de cordialidad, con aceras concurridas y rostros anónimos generadores de confianza. La guerra estallaría después.

El gato pasea sus pezuñas por el desigual suelo y, haciendo un escorzo, se encarama al regazo de su dueña. El animal desprende un sospechoso calor que presagia la relajación, excesiva, de sus miembros.

Sobre la mesa hay ediciones atrasadas de revistas que elogian el buen gusto en la decoración. El papel satinado y las fotografías a todo color (especialmente luminosas) transmiten el deseo de explotar el colorido y la maravilla.

En la cocina, el fregadero rebosa de platos y cacharros pendientes de ser lavados.

De la librería, que ocupa un privilegiado rincón en el salón, repentinamente, cae el Diccionario de mitología griega y romana de Pierre Grimal.

Tras la puerta de la antigua habitación del servicio, una cucaracha intenta hacerse paso entre los hierros de una cama plegable y las cajas de zapatos.

En la calle, las sirenas conforman una insoportable sinfonía que parece no tener fin.

El ruido de motores de avión preside un tiempo incierto que no se definiría ni como tarde, ni como noche.

El Mundo parece no detenerse, excepto entre esas cuatro paredes.

Cuando la espera no es desesperación, ya nada se erige en realmente importante.

Y la mujer, retirando al gato con un envión al suelo, se limita a remover, bajo las faldas, las apagadas ascuas del brasero.

Los periódicos anunciaron el final del conflicto bélico varias décadas atrás.

Pero, para la mujer, la guerra aún no ha terminado.

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