26 julio, 2009

EL MAR DE LAS 13 ROSAS BLANCAS


Y anduve, en la noche,
deteniendo mi respiración
en cada uno de los lunares
que se alzaban en tu espalda desnuda,
como cuentas de una letanía de honestidad.

Y persigné inquietos desvelos,
rodeando el calor de tus suspiros
con mis atenuados abrazos,
como el pájaro que olvidó su camino de regreso
en la delgada línea que nos separaba del amanecer.

Nunca, en el torrente de la mañana lluviosa,
resquebrajé el recuerdo tu imagen recién desperezada.
Y, en el clamor epopéyico de un aciago despertar,
sólo el aliento del ron retumbaba en mis castigadas sienes,
insufrible melodía de diapasón inquebrantable.

Sin rechazar las llamadas que remitió la soledad,
al cobro revertido de mi único y propio existir,
adopté trece rosas blancas y mustias en el alfeizar de la ventana,
desde la que me propusiste, un día, volar,
el epicentro de un terremoto que, por entonces, creíamos libertad.

Y sus pétalos,
henchidos de un profundo sentimiento de amor,
se condujeron por el aletear de aquel aire.
Sin ánimo para consultar alguna destartalada hoja de ruta
que variara su irremediable final en un mar de desesperación.

Y tú, envuelta en la prostituida y aséptica seguridad de un abrazo ajeno,
decidiste esquivar aquellos sueños adolescentes,
preñados de color e ilusión,
reescritos en la pared de la casa abandonada,
en los que no sólo los pájaros podían volar hacia un mar en calma.

A salvo de las corrientes marinas,
en un rincón alejado de la populosa presencia en la playa,
un niño anciano siente como la arena le dispara sus proyectiles movidos por el viento.
Y recuerda el perfume de los pétalos de aquellas rosas,
y entorna sus ojos, adivinando, a los lejos uno de ellos remontando las olas del mar.

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