21 julio, 2009

FANTASMAS


En la estancia, al fondo, colocado para ser rozado por las cuidadas cortinas, orientado con objeto de que la luz le otorgue un brillo mayor, hay un piano. Desocupado.

La última partitura se halla desparramada sobre las teclas blancas y negras, en un equilibrio peligroso y carente de vigor.

La madera que cubre el suelo se encuentra astillada y se cuenta por decenas el tiempo que no ha sido convenientemente acuchillado.

Los techos son altísimos y la humedad se ha apoderado de varios rincones, dibujando amorfas imágenes que parecen evocar rostros humanos, diletantes, agonizantes... incorruptibles.

En la antigua repisa de la cómoda dieciochesca, un trofeo cuya plata está cochambrosa y una pantalla de polvo que recubre una exigua bandeja de cerámica cuyas asas se encuentran rotas.

Sobre la larguísima mesa que ocupa el centro de la sala, alguien ha dejado un libro de poemas abierto, aproximadamente, por su mitad.

Byron. Su Manfredo.

A los márgenes, y con el carboncillo del lápiz con el que fueron escritas casi borradas, anotaciones de un idioma incomprensible y hechas en trazo grácil.

Algunas sillas parecen ligeramente desalineadas respecto del conjunto.

El retrato de la que asemeja ser la vieja matriarca de la familia, torcido, preside el muro central, adornado por dos columnas jónicas.

El fantasma pasea tranquilo. Ajeno al tiempo y a la realidad.

La partitura se recompone y la sonata arranca, rompiendo, intimidatoria, el silencio.

Un grupo de tres muchachos, mientras, camina sin rumbo fijo.

Sus miradas se dirigen hacia el infinito, que refleja el final de sus días.

El sonido se apaga, dulcemente. La noche cae. El cuadro se reajusta y las sillas se recolocan.

El silencio se adueña de la estampa.

Y la madera cruje al soportar el peso de un alma errante.

Las hojas de la partitura cubren el suelo a los pies del piano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario