24 julio, 2009

E.B.


Eres la inspiración silente que, como aparecida en un océano de quietud, resquebraja mis sensaciones y explosiona el manantial de mis palabras.

Sólo así se comprende el tremendo ardor que me atenaza en esta canícula, insoportable, regada por licor y decepción.

Cuando evoco el pasado (tan reciente) y tus preguntas (quizá incrédulas) que me reprochan mi osadía (que, sin embargo, pretendía ser honestidad).

Desestimaste el privilegio protector de la curatela guiada por el simple impulso de la intuición sensitiva.

Con tus silencios, construí un castillo de pesar desde cuyas almenas vislumbro una caída libre sin atender a que el sujeto paciente de la catástrofe no soy otro que yo.

Cuando Unamuno, en su eterna Niebla, aludía a la figura de un paraguas, como símbolo metafórico en su posición cerrada, desconocía el significado de comunión en las tardes del aguacero que cubrieron el verano de Madrid.

Estrecho mis temores ante los colores de las cuentas que guían mi oración.

Temo haber errado.

Imploro un perdón que, en todo caso, asumo no voy a encontrar.

Recuerdo que aquella primera vez que, desconocida, inspiraste mis sensaciones y mi agudeza sensorial, el tiempo y los relojes eludían algunas historias de sangrientos asesinos seriales.

Y mis crímenes estaban expiados.

Y la lluvia era un incómodo elemento que mojaba las suelas de mis zapatos.

Ahora, imploro que las nubes encapoten el cielo de este rojo y negro que, alguno osados, denominan Madrid.

Y persigo la noche en la que mis palabras no retumben en tus oídos carentes de creencia.

Mientras, el amor se me escapa, a borbotones (como el burel que recibe la estocada certera), en poemas que desearía no tener que firmar.

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