17 julio, 2009

EL LIBRO Y LA ISLA


Cuando retiró aquel volumen de la biblioteca del municipio en el que disfrutaba de sus vacaciones veraniegas no percibió ninguna sensación extraña.
Sentado a una mesa en la única terraza de la Plaza de Armas, dejó pasar el tiempo saboreando un helado cóctel que el camarero había regado con alcohol generosamente.
Desde la protectora sombra que le cobijaba podía estudiar los movimientos de la gente que desafiaba el asfixiante calor de la tarde. Con dudosa pericia reparaba en los zapatos, intentando imaginar el rostro y la apariencia de sus dueños y errando en la mayor parte de las ocasiones.
El libro reposaba, desafiante y pausado (como el león que se aposta, señorial, entre los matorrales) en una de las esquinas, hasta que, de una vez por todas, se decidió a escudriñar la contraportada.
La edición no refería un breve resumen del argumento, ni tan siquiera en los interiores del mismo. El autor, joven filólogo escandinavo que acumulaba, entre otros méritos, la asistencia a diversos cursos de escritura creativa, estimó innecesario colocar una fotografía (a final de cuentas, pensó el hombre, los rostros conscientemente capturados se muestran incapaces de aportar algo de especialidad o verdad... y concluyó aplaudiendo la actitud del escritor).
Apenas leyó veinte páginas de la novela y se quedó con la irremediable impresión de estar habitando escenarios previamente vividos.
Ese efecto se exacerbó cuando, una vez terminada la testimonial cena (a base de productos ultra congelados y preparados lácteos), encendió dos velas y, aprovechando la mínima brisa que llegaba de la costa, se tumbó en la hamaca del jardín para proseguir con la historia.
Conforme las líneas avanzaban ante sus ojos, se personificaba más en las peripecias del protagonista. Reconocía lugares que había visitado, recordaba rostros y experiencias compartidas, adivinaba retazos de su pasado en la trama de la historia.
Y, de repente, cuando el novelista situaba al personaje en una apartada isla, en el epílogo de la escapada acometida pretendiendo dejar atrás las huellas de un amor imborrable e inalcanzable, el hombre presintió que el paralelismo ya no existía pues la similitud se convertía en univocidad.
En el último capítulo, el personaje se aislaba en un jardín y leía el antiguo texto de un desconocido autor hasta que, vencido por el sueño, se desmayaba y sus constantes vitales descendían hasta el más súbito y embriagador deceso.
La muerte más dulce e inesperada.
En ese instante, el hombre se levantó precipitado, intentando esquivar el miedo de que una sutil y atrapante modorra se apoderara de su cuerpo.
Más repuesto, al día siguiente volvió a acudir a la terraza de la Plaza de Armas y, sin otorgarle mayor importancia, recuperó la imagen de la contraportada inmaculada del libro.
Volvió a cenar algo liviano y se enfrascó en la reiterada lectura, llegando al mismo pasaje y volviendo a saltar precipitado al suelo, huyendo... presa de reeditar la concatenación de actuaciones de la víspera.
Hasta que, una noche, no logró escapar, como solía, de un salto de la hamaca.
Y sus párpados comenzaron a pesar, hasta cerrarse.
Sólo en aquel momento la contraportada del libro se escribió, relatando la inacabada historia de una asesino serial que elegía a sus víctimas entre los más fervientes aficionados a la lectura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario