19 julio, 2009

PARIS


Paseo por Paris, bajo un aguacero inopinado e inesperado en este gris domingo de finales de julio.

Ahora, con ese sosiego que proporciona el sexo recién hecho, puede que cohabites en sábanas conocidas.

Escuché voces, en este peregrinaje por calles de nombres imposibles, que me referían el valor y el coraje de una apuesta continuada, so pena del yerro o la derrota (que son males menores cuando se pelea por la victoria).

E, igual, en algún ático, el viento de la madrugada esté erizando el vello de tus brazos sin que recibas esa caricia y protección que alivie tal sensación.

En la habitación de mi hotel, junto a la botella de whisky que adquirí en el duty-free del aeropuerto, dejé mi cuaderno (en el que pergeñé una composición inspirada por ti [por tu ausencia]) y mi teléfono móvil (esperando que, a mi regreso, algún aviso de mensaje de texto [tuyo] hiciese que mi corazón rebotase como en otras madrugadas).

Y, mientras, en la edición papel del rotativo independiente de la mañana que compro en un kiosko de la Rue Mouffetard, las noticias no me ilustran sobre tu congoja y mi obsesión.

Mis pasos intentan evitar los charcos que adornan el asfalto de una ciudad que acoge, no sin esplendor, el final de la gran ronda ciclista. Los peatones chillan al paso de la multicolor serpiente y, sin embargo, mi mente se pierde en otros laberintos menos deportivos.

Mi reproductor musical ha agotado su batería justo cuando Nacho aconsejaba evitar los terrenos del amor (jugar a ser malo es dar de bruces con el Mal).

Y, en la habitación que vela tus sueños, las pesadillas te visten de blanco radiante y resumen el dilema que se resuelve por la comodidad.

Necesito algo más que un billete para viajar en la noria para templar mi lamento.

Los gritos y las alegrías de los corros de niños que chapotean y ensucian sus mocasines me resulta, a iguales partes, esperpéntico y patético.

Evito pensar en el rostro joven de un infante con tu sonrisa y mis compulsivos movimientos. No sé sufrir en cuestiones de honor.

Curiosamente, murió el hombre más viejo del mundo (Henry Allingham)... y la lluvia se empeñó en traspasar la endeble tela del paraguas que compré a un vendedor ambulante que me sonrió tras visitar la Basílica del Sacre Coeur.

Llueve en París.

Y lamento, sin cesar, que mis palabras no redimieran algunos crímenes pasados.

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