
Caminaba muy despacio por los pasillos de su biblioteca.
Repasaba, sin apenas girar la cabeza, los títulos inscritos en los lomos de sus miles de volúmenes.
Los miraba con cariño y desesperación.
Trataba de recordar, aunque fuese mínimamente, las historias contenidas en cada uno de ellos y su frágil memoria le devolvía, apenas y en el mejor de los casos, un rayo eléctrico de recuerdo, un fragmento traído por los pelos...
Entonces se desconcertaba.
Pensaba en el tiempo que había dedicado a la lectura de la práctica integridad de su biblioteca, su más valioso tesoro... y temblaba.
Pero, mientras paseaba entre las novelas, una brisa fresca afloraba en su mente y, con la fuerza del torrente de un río, le traía a su paso las historias más bellas, los pensamientos más elaborados, los pasajes aterradores e inspirados de los imprescindibles relatos que parecían olvidados.
Se sentía como el dueño de un inmenso mar de viñedos, pretendiendo traer a su paladar el aroma y el sabor de todos los caldos cosechados durante toda la vida.
Y sonreía.
Elegía un número al azar, contaba desde la balda más lejana a su posición, y extraía el volumen señalado por el Destino.
Lo abría por la mitad, leía tres párrafos y lo colocaba en su lugar.
Corría hacia su escritorio y definía un final imaginado para ese inicio in media res, sin preocuparse de su coherencia o su rectitud.
Lo leía, rápidamente, y le prendía fuego... y volvía a caminar, meditabundo, por entre los pasillos de su cárcel de letras, espacios en blanco y grafías en negro.
Se sentía libre y prisionero... pero feliz y reposado.
Miraba el mundo a su alrededor y descubría, con parsimonia y quietud, que, incluso su muerte, ya había sido narrada en los libros.
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