El viejo sonrió y acertó a pronunciar un nombre que se ahogaba en su mismo grito descarnado.
Sobre la ciudad, los rayos de sol golpeaban a sus viandantes, azotándolos sin mediar la más mínima piedad.
El viajero extrajo de su mochila un gastado cuaderno y anotó, lo mejor que pudo, la transcripción del sonido gutural emitido por el anciano.
El hombre lo volvió a mirar y, en una mezcla de idiomas variopintos, inició una inacabable perorata.
De toda la divagación, en las hojas blancas de la libreta solo quedó reflejada una línea: "la débil memoria del cocodrilo":
Ambos se despidieron con un gestos cortés y delicado.
Cargado con su mochila y con la mente en un lugar a miles de kilómetros del que se encontraba transitando, el hombre sintió la imperiosa necesidad de que el aguardiente recorriera su cuerpo... y olvidar... o intentarlo, al menos.
Accedió a una sucia taberna compuesta por apenas tres taburetes de madera y dos viejas mesas.
Ordenó una botella de alcohol.
La bebió pausada y firmemente, permitiendo que los recuerdos se fueran difuminando por entre los cálidos efluvios del licor.
Desandaba vivencias... y sufría en el silencio más doloroso.
Dejó varios billetes en la mesa.
Se incorporó y cayó al suelo de súbito.
Boqueó y, a duras penas, se arrodilló.
Saboreó su propia sangre... y envidió la débil memoria de los cocodrilos.
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