13 noviembre, 2011

LA IMAGEN PERDIDA

Le reconfortaba descubrir ese olor añejo que desprendían los tapices.
Después, caminaba con parsimonia, elegía una botella de vino y la descorchaba, permitiendo que el aroma ascendiera hasta embriagarle levemente.
Llenaba apenas dos dedos de la copa, mojaba sus labios, perdía la mirada en un infinito que sobrepasaba la estrechez de las cuatro paredes de la estancia y, con ira desbordada, estrellaba el recipiente en el suelo, apreciando cómo el líquido conformaba un charco que asemejaba sangre.
Solo entonces, en el descenso de esa cima de desesperación, el verde intenso de aquellos ojos se le aparecía como una visión inquietante.
Y aquel eco suave de voz que, al igual que las sirenas, susurraba en un cántico que entonaba, metafóricamente, el inicio del fin.
Entonces enloquecía. Preso de un ataque de extrema velocidad rebotaba, una y otra vez, con las paredes, hasta derrumbarse en el suelo, puños apretados, dientes tensos, un grito ahogado pugnando por brotar de su pecho, desehecho...
Sacando fuerzas de flaqueza, golpeaba con los puños en el suelo, percibiendo la frialdad y la dureza de las baldosas, hasta que ésta dejaba paso a una sensación de húmedo calor... y dolor palpitante.
Recomponía su compostura... recogía los vidrios del piso y los colocaba, sin orden ni concierto, en el bolsillo derecho de su chaqueta.
Escapaba, con los ojos cansados, de la sala de tapices, enmudecido y temeroso de esa mañana...
Sí, también de esa mañana... y de cualquier otro mañana... en el que la imagen perdida volviese a aparecer.

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