19 abril, 2011

AQUEL ASESINO

El asesino caminaba con firmeza por las placas de hierro del puente.
El río, en su desembocadura en el Océano, afluía con fuerza y tesón.
En la orilla, un grupo de jóvenes se besaban (quizá por primera vez) refugiados entre las moles de piedra.
Buscó en su chaqueta un teléfono móvil... y lo lanzó al agua.
La noche avanzaba con una lentitud que todos los pintores desearían captar.
Se preguntó por la mujer.
Por el Comisario. Había leído en un suelto que éste había fallecido de súbito, llevándose el secreto de la investigación (nuestro secreto, Comisario) a la tumba.
Volvió a imaginar el dibujo de la mujer.
El croquis perfecto. La solución dimensional de un enigma que, curiosamente, no era, necesariamente, un asesinato... pero que se convirtió en varios muertes.
El viento azotaba los soportes de la estructura metálica y, por un momento, imaginó que las piezas comenzaran a caer como en un juego infantil.
La ciudad se cubrió de agua en apenas quince segundos.
Aquella mujer (la otra... la compartida) quizá pasearía por otro lugar del momento, reflexionando sobre los cabos sueltos de una historia que, en el fondo, podría haber sido relatada a cuatro voces (y escrita a cuatro manos).
El asesino compró un periódico en una tienda veinticuatro horas y sonrió cuando el joven dependiente se negó a venderle una botella de whisky.
Odiaba dejar las ciudades.
Pero su carácter fugitivo le acompañaba siempre.
Se despidió del río y dibujó, en la contraportada, esas líneas maestras que delataban todo.
Después, descuidadamente, lanzó el periódico a una papelera.

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