05 abril, 2011

EL GUITARRISTA

Dicen, los viejos que le conocieron de joven, que era un fugitivo. Cargado con su guitarra, dispuesto a arrancarle la más bella melodía antes de que el silencio impusiera su ley. Esquivo, tranquilo, dubitativo y pensativo, como los genios que establecen conversaciones con las musas habitantes de países mágicos e infranqueables. Dicen, las mujeres que sostuvieron su debilidad en noches aciagas, que miraba a los ojos con temor y franqueza, como los animales que, en trance de muerte, conocen el significado de su cercano final. Tibios y resignados, partícipes de una historia cuyo final no admite alteraciones imprevistas. Modestos y altivos, simultáneamente, como el jugador derrotado y en bancarrota que sabe que su artificiosa apuesta sirvió para arrastrar a la hecatombe a compañeros de mesa, mucho más timoratos, pero con una mano ganadora. Dicen, los pocos periodistas que se atrevieron a ensayar preguntas, que jamás respondió a ninguna. Que su discurso, tumultuoso y caudaloso, como el cauce de un río desbordado, adquiría, a su paso, velocidad e incomprensión. Que su mirada se dirigía al fondo de abismos inexistentes para el resto de los mortales, flanqueados por torres que ardían en un ejército de llamas vivas. Dicen, los policías que custodian su celda, que, en las madrugadas de luna llena, solicita que le sea facilitada su guitarra y, con voz suave, canta la historia de un inidividuo que, muerto de amor, tuvo que decidir entre morir y matar.

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