29 abril, 2011

LA FRUTERÍA



Todas las mañanas, apenas el sol iniciaba su tímido despertar, abría la cancela de la puerta y colocaba con mimo y precisión la fruta recién llegada, conformando un bello panel de colores en el escaparate de la frutería.



Él la observaba, con cuidado y sigilo, parapetado entre las cortinas que cubrían los ventanales de su casa.



La venía disfrutando, en esos periodos de treinta y cinco minutos, como acto de teatro de la función más esperada de la temporada, desde la primavera, la primavera de algún año ya perdido en su memoria.



El rito se había asentado de tal modo en su interior que, por alguna de esas irracionalidades perversas, él asumió que el papel actuado por ella no era necesariamente extraño, ni proverbial... sino teleológico... encaminado al engrandecimiento de la belleza e inútil, o, al menos, inocuo para el resultado final del universo, esa pléyade de fresca fruta que la gente del barrio alababa sin parar.



Deteminada mañana, como por casualidad, apareció un andamio en la calle y su estructura imposibilitaba la recurrente visión que alegraba, y justificaba, las mañanas y los despertares cotidianos del hombre.



Como un niño descubierto en actitud pecaminosa, descolgó el teléfono, inquirió sobre la licitud de la licencia de obras de cierta acometida que, según refirió, perturbaba ilegalmente su derecho de vistas y, al no recibir la respuesta querida (rara vez se nos otorga otra distinta a la debida), colgó con cierta desazón.



Aquella primavera, nevó.



Una sola vez, por espacio de noventa días consecutivos.



Y el árbol de la esquina no floreció.

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