27 abril, 2011

EL AUXILIO

Decidió, mentalmente, que aquel polvo blanco, perfectamente alineado en una de las mesas auxiliares de la estancia, no podía ser yeso.
Maldijo haber aceptado aquella última copa de champagne.
Ahora, por momentos, como un ave que vuela, irrefrenable, hacia el muro, intentaba, en vano, rebatir su acelerada verborrea.
Las cortinas que cubrían las ventanas eran lo suficientemente finas como para revelar el paisaje urbano mínimamente desdibujado, con las aristas desorientadas como la de aquellos rostros que nos hicieron felices y desaparecieron en la penumbra más infinita.
El sillón resultó ser más cómodo de lo que, en un principio, se antojaba.
Quería dormir, caer rendido en un sopor reparador que presagiara los torrentes eléctricos de las náuseas de la intoxicación, pero sabía que no podía, que no le iba a ser permitido.
Intentó adivinar la hora, calculando la luminosidad de unos rayos de sol que peleaban por anunciar el amanecer.
De repente, apareció la mujer desnuda.
Aspiró, en dos tandas, el polvo que había en la mesa.
Se le sentó a horcajadas entre las piernas e inició un ágil y violento movimiento.
Su cuerpo reaccionó.
Varios minutos después comprobó, algo sorprendido, que sus labios aún eran capaces de percibir el surco que las gotas de un líquido indeterminado dibujaba en su boca.
Sintió que una fuerza imparable imposilitaba su respiración.
Creyó desvanecer, pero continuo en la misma posición.
Hasta que sufrió otros tres (quizá cuatro) segundos de asfixia... Y, después, como en el final feliz de una película dramática, la libertad, el sosiego...
El cuerpo descansaba, blanquecino, sobre el sofá...
El pubis apenas cubierto por un cojín azul que, por momentos, se ensuciaba en su borde más alejado.
La habitación parecía, ahora, algo más pequeña.
El estridente sonido de un peso muerto al caer, tras ser arrojado desde una altura considerable, llegó desde el exterior.
Comprobó que la mesa estaba vacía.
Dirigió una última mirada a la mujer.
Cerró la puerta con cuidado.
Supo que no la volvería a ver jamás.
Maldijo, de nuevo, aquella última copa... y confundió el sabor del champagne en su boca con el secreto que no revelería a continuación.
Las escaleras, ahora que eran bajadas, se antojaban más empinadas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario