14 abril, 2011

EL FUEGO



Los dos volúmenes contaban la misma historia.


De modos divergentes.


Alambicado y preciosista uno.


Directo y duro el otro.


En el mundo real, el final de los días había ocurrido mucho antes.


En la portada de uno de los libros un niño, cubierto por una máscara de luchador mexicano, apuntaba con un revólver al fotógrafo.


En la cubierta del otro, una mujer desnuda, y de espaldas, parecía ingerir barbitúricos arrodillada en el suelo del aseo de un bar.


Los dos textos narraban el caprichoso atropello de un ciclista en la Gran Vía.


Ese era el hilo conductor de una trama en la que los protagonistas pasaban sin apenas dejar huella, como los fantasmas que acaban con nuestros nervios, silenciosos y casi invisibles... pero presentes.


Sospechosamente, en las narraciones aparecía la figura de un viejo que parecía conocer más detalles de lo sucedido de los que se encontraban en disposición de revelar.


En ambas, el hombre moría en extrañas circunstancias (si, por éstas, se pueden entender un síncope aguado mientras le era practicada un felación callejera y onerosa).


Ocurrió, como suele suceder cuando el tiempo juega en nuestra contra, que la lectura se interrumpió en un punto intermedio.


Solo entonces, el aventajado e ilustrado lector supo que había concluido la historia y que los escritores (si es que el plural no era errático) habían jugado con los inicios y los finales, siendo válido leer la mitad de ambos libros para conformar, uniendo hábilmente las piezas, un universo íntegro.


Y, entonces, decidió prender fuego a los tomos.


Y descansar.

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