30 abril, 2011

LA FUNAMBULISTA ANÓNIMA

No deja de resultar curioso.
En la fotografía, por más que uno la escudriñe con el detenimiento y afán de los detectives, no se advierte que nadie llore.
La estancia está en penumbra y la instantánea barre todo el frontal de la habitación.
Un niño está a punto de atravesar el umbral de la puerta. Su cara es de asombro, mezclada con miedo e interés.
Dos mujeres están sentadas al fondo, con la cabeza agachada y muy juntas, como si cuchichearan... como si estuvieran revelándose secretos del pasado o futuras estrategias que podrían alterar el signo de los tiempos.
Casi todas las ventanas están cerradas.
Por una de ellas, un hombre, porte desgarbado y camisa blanca que sobresale por el lado derecho de atrás de sus pantalones parece querer adivinar algo que ocurre...
El resto desconoce que fuera llueve torrencialmente.
Nada importa, en todo caso.
El cuadro que corona la pared frontal está ladeado.
Retrata una antigua contienda naval que, en el momento de ser plasmada para la eternidad, se antoja pronta a concluir.
Hay humo de cañones disparados, cuerpos descuartizados, sangre, olas... Y alguna otras estampas propias de un campo de batalla, de un mar de batallas.
Tres hombres, pulcramente vestidos en sus trajes con chaleco, miran directamente al cámara.
Sus ojos denotan cansancio y fatiga. El más alto de ellos soporta su brazo derecho en el cuerpo del más delgado, rodeándole por el cuello en una suerte de escorzo que ofrece cierta teatralidad a su pose.
Sobre la mesa, en una esquina del espacio entre los hombres y la ventana, arde e ilumina una vela.
A su lado, un rosario negro de grandes dimensiones reposa en un silencio y olvido inquietante.
Al pie del cuadro, recuerden, el de los azares guerreros de la, a buen seguro, codicia humana, se alza una cruz metálica.
Dorada. Sin adornos. Seria.
A su derecha, apenas arrodillada, una mujer es sorprendida iniciando el movimiento de recomposición de su figura, de la verticalidad.
Casi todos parecen ajenos, posiblemente por la sorpresa de la intención del fotógrafo de inmortalizar la imagen, a la presencia de tres ataudes que, abiertos, presiden la sala y ocupan el centro del escenario que nos presenta la composición.
Nadie dirige su mirada directamente a ellos.
Quizá por el pánico de enfrentar los ojos a la calma perversa y silente de esa dama que se presenta con intenciones definitivas.
Puede que solo el niño del fondo, en su ataque de curiosidad, quisiera comprobar esa paz de los rostros que asemejan un profundo sueño.
Y, sin embargo, su reacción de sorpresa presagia el comiendo de una huida, desorientada y más rápida de lo que pudiera pensar hacia la propia muerte.
Casi imperceptible para los habitantes del cortejo funerario, una araña desciende por el centro hacia el hueco exiguo que deja la madera de las tapas de las cajas.
Ella se atilda para el momento y subraya su majestuosidad de funambulista anónima.

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