20 abril, 2011

J.



J. era un hombre de lo más peculiar.



Extraño quizá fuera una palabra no lo suficientemente amplia para definirlo.



La primera vez que lo hizo ni él mismo era conscientemente de la magnitud de su actuación.



Se descubrió escondiendo sus manos, sujetando un trozo de papel, entre las piernas.



Exhaló un fuerte respiro y, en apenas tres segundos, llegó el calor y el peso del cuerpo propio.



Sin el menor atisbo de asco o repugnancia levantó la masa hasta sus ojos, la examinó unos cuantos segundos (menos de un cuarto de minuto) y la devolvió al interior de la caverna que se adivinaba bajo sus nalgas.



J. era un hombre ciertamente poco preocupado de la rectitud.



La primera noche en la que escondió la sangre que le brotaba de la nariz, posiblemente, fue una Nochebuena del siglo pasado.



Apenas recordaba como se había abierto ese torrente de sus fosas nasales.



Recordaba, eso sí, que ni el agua fría en su nuca, ni colocar la cabeza hacia atrás, le servía para contener el diluvio carmesí.



Meses después, su despensa estaba llena de botes de cristal de tomate frito, perfectamente limpios y sin etiquetas, esperando a ser rellenados con su sangre.



J. era un ser excepcional, único.



La tercera noche en la que se empeñó en dormir mediante un método de auto asfixia con la almohada, algo funcionó mal.



El sopor que le visitaba antes de caer rendido se convirtió, en esta ocasión, en la antesala de un infierno de sombras y tenebrismos.



Recorrió un pasillo oscuro y abrazó el frío de una mano que le invitaba a caminar por el pasadizo de cadenas que se alzaba unos metros de las aguas tumultuosas de las que saltaban los caimanes.



J. fue una alimaña del averno.



Eso rezaba el diario que encontraron a los pies de su cama.



Nadie reparó, suficientemente, en el hecho de que se refiera a sí mismo en tercera persona.



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